Hay que parar esta locura en seco

A just and respectful approach to immigration will become even more critical as the climate warms and the seas rise.
La familia Molina-Torres en conversación con parientes a través de la reja en la frontera entre EE. UU. y México, Playas de Tijuana, México noroccidental, 2016.
Credit: Guillermo Arias/AFP-Getty Images

Abordar el tema de la inmigración con dignidad y justicia será un punto aún más crítico según continúe el calentamiento global y el alza en el nivel del mar.

La presidencia de Donald Trump gira en torno a un eje central que estriba en una noción radicalmente polémica: la aseveración de que los Estados Unidos de América no son una nación compuesta de inmigrantes unidos por la misión común de crear una sociedad justa y equitativa.

Desde el mes de abril, el Presidente Trump se ha llenado la boca promulgando su táctica de “cero tolerancia” para familias que lleguen a Estados Unidos huyendo de violencia y miseria, con todas las amenazas y desesperanza que estas situaciones conllevan, buscando asilo y la oportunidad de una vida mejor. No obstante, es precisamente tolerancia lo que hace falta para poder ayudar a gentes cuya desesperación los han llevado a arriesgar la vida y la de sus hijos para llegar a nuestras fronteras, con la esperanza mínima de que se reconozcan y respeten sus derechos humanos más básicos. 

Lo que no se debe tolerar jamás es que nuestro propio gobierno intervenga para separar a niños de padres y dejar a esos niños a la merced de albergues en las fronteras, familias temporeras y agencias de servicios sociales. No tienen garantía alguna de que volverán a ver a sus familias jamás; la única certeza es el trauma inevitable y de por vida, tanto para niños como para padres, a raíz de la separación forzosa.

Dicha atrocidad es la que no merece tolerancia alguna.

Lo cierto es que tres cuartas partes del pueblo estadounidense opinan, correctamente, que la inmigración es beneficiosa para el país. Un mero 19 por ciento opina que es problemática, a pesar de la campaña implacable que muchos describen como políticamente motivada, de una Casa Blanca empeñada en echar leña al fuego del temor y resentimiento de forasteros inmigrantes. Y aunque la administración insiste en poner el grito en el cielo, las detenciones en la frontera—que son la medida más fidedigna de la tasa de cruces sin documentos—han disminuido en más de un 80 por ciento desde el año 2000, alcanzando los niveles más bajos que se han visto en casi cinco décadas.

Las divisiones y el rencor jamás han impulsado a este país hacia adelante, tal y como advierte con elocuencia la activista de derechos civiles Dolores Huerta, quien es de ascendencia mexicana. “No podemos permitir que vengan a sembrar cizaña entre todos nosotros para separarnos—porque sólo existe una única raza humana”.

Esta moraleja universal se manifestará con más y más fuerza en los próximos años. Con el advenimiento del cambio climático y los desastres que se desaten en América Central y alrededor del mundo, vamos a tener que reconocer y aceptar que el alza en el nivel del mar, los calores sofocantes, los desiertos en expansión y demás consecuencias del clima van a desplazar a más y más gente de sus hogares en todo el planeta. Por ende, el tema de la inmigración justa, digna y humanitaria, será un asunto esencial.

Todos queremos tener fronteras funcionales y seguras. Pero esto no significa que no podamos mantener dicho tipo de fronteras y a la misma vez honrar nuestra historia como una nación de inmigrantes que reconoce que la diversidad de nuevos integrantes nos hace más fuerte, nos enriquece día a día y representa nuestros valores colectivos más básicos. Sí se puede, y es imperativo que así sea.

Desde sus comienzos, nuestro país ha acogido a gentes de toda nación, cultura, idioma y fe. Muchos llegaron en busca de un santuario. Algunos, en busca de oportunidades y esperanza. Otros llegaron en contra de su voluntad, a través del comercio transatlántico de esclavos—la migración forzosa más numerosa jamás vista. Pero juntos, hemos forjado una sola nación, fortalecida por la diversidad que nos caracteriza, y orgullosamente ostentando el lema “E Pluribus Unum”—“A partir de muchos, uno”.

En una era en que el éxito o fracaso de las naciones depende de la habilidad de interactuar a través de las distancias y fronteras, los que llegan a nuestra tierra desde lejos nos fortalecen exponencialmente. Nuestra capacidad de atraer sus diversas ambiciones, aprovechar su potencial e impulsar sus sueños, es la esencia y definición misma del milagro de autorenovación estadounidense, una ventaja estratégica que ningún rival ha logrado igualar.

Pero más allá de todo ello, el trato digno de inmigrantes es parte de nuestra esencia como estadounidenses. Una tradición asentada en nuestra historia y honrada por nuestra fe colectiva. Esta nación no se fundó basada en fronteras, etnias ni idiomas. No surgió de miedos y hábitos arraigados. Surgió de una idea que se convirtió en una convicción rectora: que todos hemos sido creados iguales y merecemos la oportunidad de triunfar en una sociedad donde la justicia prevalezca y el pueblo mande.

Estos principios no son sugerencias. No son metas para tiempos de prosperidad. Son todavía hoy, como lo han sido siempre, la base y cimientos sobre los cuales el propósito de nuestro pueblo se define y se construye, y la luz que guía la promesa estadounidense.

Todavía nos queda promesa por cumplir. Todavía no hemos logrado alcanzar dichas metas. Todo esto se logra precisamente cuando nos levantamos para defender nuestros ideales y luchamos por realizar nuestro propósito—especialmente ante la adversidad. Es precisamente en esos instantes que nos convertimos en quienes alegamos ser: la nación a la cual juramos lealtad; la nación por la cual rogamos y a la cual aspiramos.

“Nuestra nación está de luto. Nuestra nación clama y pide a gritos que salvemos a nuestros niños”, declaró en un discurso el representante demócrata por el estado de Georgia, John Lewis, en la Cámara de Representantes la semana pasada, haciendo un llamado al congreso a que tomara acción para poner fin a la práctica indigna de separar niños con solo nueve meses de edad de sus padres. “La historia no nos pintará favorablemente, ni como nación ni como pueblo, si continuamos por este camino”, dijo Lewis, el icónico líder del movimiento de derechos civiles, quien muchos ven como la conciencia del Congreso. “Hay que parar en seco esta locura, y hay que hacerlo ya”.

No hay asunto en la frontera que se resuelva creando una tempestad en el espíritu de nuestro pueblo, dándoles la espalda a nuestra identidad y a nuestras creencias, obviando nuestro mandato como nación de otorgar ayuda al oprimido y asilo a quien peligre, cuando podamos y donde podamos.

Donald Trump alega que no somos quienes decimos ser. Nos toca demostrar su error con nuestros actos. Que nuestras hazañas nos identifiquen.