Para honrar la memoria de Berta Cáceres, necesitamos leyes que protejan a los activistas del medioambiente

A través del Acuerdo de Escazú, los países de América Latina y el Caribe podrían ayudar a evitar que sus activistas del medioambiente y de derechos humanos enfrenten represalias violentas.
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Berta Cáceres y la gente de Río Blanco bloquearon una carretera para evitar el acceso de DESA al área de la presa. Durante más de un año, resistieron múltiples intentos de desalojo y ataques violentos de contratistas de seguridad militarizados y las fuerzas armadas hondureñas.

Goldman Environmental Prize

Esta semana se cumplen cuatro años, que hombres armados entraron a la casa de Berta Cáceres en La Esperanza, Honduras, donde dispararon y mataron a la activista ambientalista y defensora de los derechos indígenas. Cáceres de 44 años luchó vigorosamente durante años contra Agua Zarca, un importante proyecto hidroeléctrico en su país; en 2015 ganó el Premio Medioambiental Goldman por su éxito en la organización de la comunidad indígena lenca de Honduras, de la que era miembro, contra la construcción de la presa gigante en el río Gualcarque. Este río es espiritual y culturalmente significativo para los lencas, así como una fuente esencial de agua, medicinas y alimentos. A medida que los patrocinadores internacionales de Agua Zarca comenzaron a retirarse del proyecto, las amenazas de muerte contra Cáceres surgieron y se intensificaron hasta que finalmente unos sicarios la asesinaron. (En noviembre de 2018, un tribunal hondureño dictaminó que los ejecutivos de DESA, la compañía hondureña detrás de la presa, habían ordenado el asesinato).

Lamentablemente, como en muchas otras áreas alrededor del mundo, Honduras es un lugar peligroso para los activistas que luchan por el medio ambiente y los derechos de los indígenas. Tres años antes del asesinato de Cáceres, unos soldados dispararon y mataron al líder Lenca, Tomás García, mientras protestaba pacíficamente por la construcción de la misma presa. Y a menos de dos semanas después de su muerte, Nelson García, miembro del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras, la organización que Cáceres había dirigido durante 22 años, fue asesinado por hombres armados no identificados. Esa misma mañana, García estuvo compartiendo con la comunidad de Río Chiquito, que acababa de ser desplazada violentamente por las fuerzas de seguridad hondureñas. Más de 100 policías y soldados desalojaron a docenas de familias e individuos en la comunidad lenca, en el proceso destruyeron sus hogares y sus cultivos. En los últimos 10 años, más de 120 activistas en el país fueron asesinados mientras defendían los derechos de sus pueblos indígenas, incluidos sus derechos a la tierra y al agua potable.

Un grupo de personas marcha por el centro de Londres con los nombres de más de 700 activistas sociales que han sido asesinados en Colombia en los últimos tres años.
Credit: Andres Pantoja/SOPA Images /LightRocket a través de Getty Images

Pero por extrema que sea la situación en Honduras, dicha violencia es un fenómeno mundial. Según Global Witness, un grupo de vigilancia con sede en el Reino Unido, en 2018 un promedio de más de tres personas cada semana perdieron la vida mientras defendían sus comunidades y recursos naturales de la explotación o la degradación. De los seis países con los peores registros de violencia contra activistas, a nivel mundial, cuatro están en América Latina: Colombia, Guatemala, Brasil y México. Mundialmente, en 2018, un tercio de estos asesinatos reflejaban conflictos entre activistas e industrias mineras o extractivas como la tala, sin embargo, las disputas relacionadas con la industria agraria y los proyectos hidroeléctricos también representaron una gran cantidad de muertes.

En marzo de 2018, algunas naciones comenzaron a tomar medidas para detener esta inquietante situación. Después de varios años de negociación, 24 gobiernos del Caribe y América Latina se unieron para aprobar el Acuerdo de Escazú. Este pacto multilateral tiene como objetivo fortalecer la aplicación del Principio 10 de la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, redactada durante la Cumbre para la Tierra de Río de las Naciones Unidas de 1992. Parafraseado, el Principio 10 estipula que la participación pública es crucial para desarrollar e implementar políticas ambientales a nivel nacional y local, y que los gobiernos tienen la responsabilidad de proporcionar información precisa y fomentar la conciencia pública y la participación en estos temas. Además, establece que “se proporcionará acceso efectivo a los procedimientos judiciales y administrativos, incluidas las reparaciones y los recursos”.

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Manifestantes protestan contra los proyectos de infraestructura del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, incluida una planta termoeléctrica en el estado de Morelos y el “Tren Maya” en la península de Yucatán. Sostienen carteles con la imagen del activista ambiental Samir Flores Soberanes, quien fue asesinado en febrero de 2019.

Eduardo Verdugo/AP/Shutterstock

Entre otras cosas, la ratificación e implementación del Acuerdo de Escazú requeriría que las naciones firmantes brinden protecciones especiales para los defensores de los derechos humanos, garantizando “un entorno seguro y propicio en el que las personas, grupos y organizaciones que promueven y defienden los derechos humanos en asuntos ambientales puedan actuar sin amenazas, restricciones e inseguridad”. Los signatarios también deben tomar “medidas apropiadas, efectivas y oportunas para prevenir, investigar y sancionar ataques, amenazas o intimidaciones que los defensores de los derechos humanos en asuntos ambientales puedan sufrir”.

Desafortunadamente, aunque dos docenas de naciones hayan aprobado el lenguaje del Acuerdo original de Escazú, algunos de sus partidarios originales parecen haber cambiado de parecer en el camino para ratificarlo. Para que el acuerdo entre en vigencia, 11 de los 33 países de las regiones combinadas deben ratificar Escazú. Hasta ahora, solo ocho lo han hecho: Bolivia, Ecuador, Guyana, Nicaragua, Panamá, Saint Kitts y Nevis, San Vicente y las Granadinas y Uruguay. De manera preocupante, entre los que no han dado su apoyo se encuentran Colombia, Brasil, Guatemala y México, las naciones antes mencionadas consideradas más hostiles para los activistas que operan en la intersección de los derechos humanos y el medio ambiente.

En cuanto a Honduras, bueno, su gobierno de extrema derecha, golpista y lleno de escándalos aún no ha decidido si es conveniente firmar el acuerdo, y mucho menos ratificarlo en su propia cámara legislativa. Mientras tanto, Agua Zarca, de todas formas, está muerto; la presión pública sobre sus financiadores internacionales finalmente los obligó a retirarse del proyecto. Pero Berta Cáceres, Tomás García y Nelson García no deberían haber tenido que morir para detenerlos. Solo queda la esperanza de que pronto, los activistas inspirados por sus ejemplos no solo se sentirán libres de defender sus derechos y recursos sin temor a represalias violentas, sino que también serán libres de hacerlo, como una cuestión de derecho internacional. En el aniversario de la muerte de Cáceres, una de las mejores maneras en que podemos honrar su vida es insistir en que se haga realidad esta libertad.


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